Por debajo de su cuello de nácar se
aprecia una luna creciente estampada
en la piel. Ella habla y mi mirada se
abandona apaciblemente en verle la luna
grabada en la tersura de su piel.
Yo sé que no dormiré. Y escribo estos
versos a la luz de una vela, en pleno
siglo veintiuno, rodeado de oscuridad,
mientras pienso en su luna creciente,
y al cerrar mis ojos veo luz de estaño
que brota del grabado de su piel.
Es que es luz de luna, luna y tersura.
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La luna creciente pintada en el lienzo
de su piel me desvela. Y es porque
sólo quiero soñar despierto, imaginando
las yemas de mis dedos surcando por
debajo de su cuello, acariciándola como
si de un último beso se tratara.
¡Ay la luna! Sus poros son el mar de
estrellas que la rodea. Ella hablaba,
y yo en la tarde y ahora en la noche,
recordaba tanta gracia marcada en piel,
que me vi en la obligación de escribir
esto para plasmar un recuerdo.
Y verle la luna creciente en la tersura de
su piel, tan natural, rodeada de poros
que son estrellas, siento mientras escribo
estos versos que me encontré en el cielo.
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Luz de estaño que por debajo de su
cuello, y diestro, reboza por tener a
perpetuidad una marca de luna
creciente. Es de madrugada, no hay
luz, y he encendido otra vela. Trato de
encontrar la quietud del alma pensando
en la verde naturaleza, como si de una
meditación se tratara, pero el susurro de
un dulce recuerdo de la mañana danzó
en mi mente: el verdemar de sus pupilas,
verdemar que abunda en miles de matices
en la verde naturaleza.
No dormí, pero fui feliz mientras duró,
diciéndome que jamás he visto unas pupilas
tan claras, y el recuerdo de verle la luna
creciente remarcada en la seda de su piel.
Y ella jamás sabrá que escribí esto: son
versos de más para apaciguar el desmadre
que un poco de belleza logra evocar: un
torbellino de emociones, de olas de calor,
de dulces escalofríos, y el desvelo.