el ruido no la opacaba.
Mi mirada extrañaba ver
su rostro, su piel, y la
melodía que componen
su ser, una armoniosa
combinación que
transluce en frescas
primaveras, el pudor
y la sal brumosa en
esencias.
De azabache su cabello,
sutil el pincel que retrató
en mi memoria aquel
momento: enlazaba
sus cabellos, con las
manos arriba, sujetando
el cincel que marcaba
en mi mente cada
momento.
Decoró su corona; un
lazo anudó, y dos
esmeraldas completaban
aquel rostro, aquel barro
convertido en carne que
alguna vez Dios sopló...
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